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domingo, 27 de septiembre de 2009

Conferencia en el Edificio Libertador


Por José Pablo Feinmann

Primero me llamó Jorge Bernetti. Me dijo que “la Ministra” (que es Nilda Garré) tenía interés en que conociera al general Hugo Bruera y arreglara con él la posibilidad de dar una conferencia en el Edificio Libertador. Le dije la novedad a un par de amigos y me preguntaron si les estaba tomando el pelo. Dije que no. Que era así: que existía un general que quería hablar conmigo y hasta me propondría dar una conferencia en ese edificio imponente, lleno de mármoles y severas figuras de militares de la patria.

Después llamó el general Hugo Bruera.

Llamó él, no llamó una secretaria. Hecho asombroso en el mundo del poder. Dos días después bajo de un taxi frente al Edificio Libertador. Que –por decirlo con la mayor cortesía– no es un lugar que me traiga buenos recuerdos. No me trae ninguno: jamás entré ahí. Pero a lo largo de mi vida escuché frases temibles como: “Hay inquietudes en el Edificio Libertador”.

“Los altos mandos de las Fuerzas Armadas se reunieron en el Edificio Libertador y manifestaron su profundo descontento con la política del gobierno”. Al poco tiempo, marchitas militares en la radio y toda la gente corriendo al almacén a comprar fideos.

Hasta 1976: ahí, los fideos habrían de enfriarse en la mesa, solitarios y finales.

Apenas bajo del taxi veo que me está esperando un coronel con una amplia sonrisa y una chica –que trabaja en prensa– muy joven, bonita, amable y hasta alegre, feliz. De muy buen humor.


Subimos la gran escalinata, entramos y estoy ahora en un hall imponente. Son los grandes espacios del poder. Uno tiene que sentirse pequeño en ellos. Conmigo lo consiguen. Toda esa imponencia me puede. “¿Qué hago aquí? Nunca pensé entrar aquí. Y ahora estoy tan optimista que hasta creo que también voy a salir.” Tomamos un ascensor. La alegre señorita hace unos chistes que yo contesto. El coronel tiene una cara de buena persona que lo hace arrepentir a uno de sus prejuicios. “Civilacho prejuicioso”, me digo. “¿De dónde sacaste que los militares no pueden ser buenos?” Sé que alguien responderá: de 200 años de historia argentina. Yo, mientras estoy en ese ascensor, no me respondo eso.

Estoy abierto. Si uno acepta ir a un lugar al que lo han invitado tiene al menos que estar dispuesto a encontrar algo distinto a lo que antes había, porque antes no lo invitaban. Por suerte. Porque no sólo no lo invitaban, lo pasaban a buscar de modo –por decirlo así– brusco e inesperado.

Entramos en el despacho del general Bruera. Alguien trae un café. El general tiene una sonrisa amplia, agradable, unos bigotazos amarronados, y al rato advierto que ha leído muchos de mis libros y siguen mis esfuerzos de los domingos por comprender algo del peronismo. En la reunión está Jorge Luis Bernetti, que se ocupa de la prensa de la institución y de las publicaciones. Con Jorge nos conocemos desde hará unos 35 años. Los dos sabemos que jamás pensamos cruzarnos donde ahora estamos, pero también creemos que si se puede hacer algo en un terreno en que uno nunca lo ha hecho, hay que hacerlo.

La Ministra no está.

El general Bruera me dice que dialoga mucho con ella y que ella le enseñó muchas cosas, que es una gran persona.

Me dice también: “Vea, profesor, si mañana un ejército de otra nación nos invade ahí estará el Ejército argentino para defender la nación. Pero nunca más saldremos a resolver asuntos internos”.

Le pregunto si leyó mi nota sobre Lanusse. Me dice que fue ella la que lo decidió a convocarme. “Además, profesor, usted es un referente en nuestra cultura y queremos oír lo que tenga para decirnos.” Lo miro de reojo a Bernetti que se encoge de hombros como si dijera: “Y será así nomás, viejo. Bancátela”. Seguimos hablando. Le digo que, en efecto, fueron utilizados por fracciones internas y que eso deslució el papel del Ejército. Que el Ejército no está para actuar como policía interna sino para la tarea de la Defensa Nacional. Concuerda conmigo.

Al rato me dice que le gusta cantar. Le digo que a mí también. Que hace diez años –cuando volví a dar clases– tomé lecciones de manejo de la voz y canto. Que todavía practico. El coronel le dice al general por qué no me hace escuchar alguno de sus temas.

“El general ha grabado un CD.” Ahora estamos escuchando el CD del general. Canta unos tangos hermosos con una voz finita y muy bien colocada. Tiene cercanías –o sugiere tenerlas– con Agustín Magaldi. Se lo digo. “No es para tanto, profesor”, dice, casi sonrojado. Me acompaña hasta la misma puerta del auto que habrá de llevarme a mi casa. Que me va a confirmar el día y la hora de la conferencia, dice. Nos despedimos.

Una semana después, junto con el general, el coronel y Jorge Luis Bernetti, me encamino hacia el salón en que habré de dar mi conferencia. El salón se llama “Julio Argentino Roca”.

Pienso: “Con Bayer, aquí se pudría todo”. Entramos. El salón está lleno de uniformes. Son todos oficiales de alta graduación. De 40 años para arriba. El general Bruera me presenta. Pero se ve que no es lo que mejor sabe hacer. De modo que corta de golpe y resuelve diciendo: “En fin, ustedes lo conocen”. Le he contado esto a un par de amigos y, en este punto, dicen: “Sí, y todavía no sabemos cómo se nos escapó”. Gente mal pensada, llena de prejuicios, poco abierta al futuro. O, acaso, sensiblemente abierta al pasado.

Los oficiales serán alrededor de cincuenta.

Me aplauden.

Y me ubico en una mesa grande, muy grande. Con un micrófono de esos que solían poner incómoda a Cristina Fernández: de dos patitas curvas y dos bolitas en la punta de cada una de ellas. El sillón en que me siento es impresionante. (Después me dirán que es el sillón del jefe del Ejército, que en él se sentaron Lanusse y Videla.) Hablo exactamente una hora y cuarenta y cinco minutos. Mi abordaje es sencillo, pero (creo) apropiado.

Digo que este país –a partir de su gran libro fundacional– fue concebido desde el antagonismo irresoluble de la civilización y la barbarie. Que, sin embargo, ese antagonismo estaba superado en el mismo libro que lo planteó. “Porque el Facundo sarmientino es, entre muchas otras cosas, una historia de amor. El amor, el encantamiento de Sarmiento por el protagonista de su obra, Juan Facundo Quiroga.” Nadie escribió sobre Quiroga como él.

Tanto lo inspiró que produjo una obra inmortal que, a su vez, inmortalizó a su protagonista. Para Sarmiento, hombre de la civilización, de las luces de la razón occidental, de la elite ilustrada, Facundo era el Otro, lo absolutamente Otro. Era la barbarie, lo inintegrable. Sin embargo, es sobre él que escribe. No sobre Paz. Ni sobre Rivadavia. Ni sobre Lavalle. Ni sobre Moreno.

Escribe sobre el bárbaro caudillo del bosque de pelo. Sabe que es la “figura más americana de la revolución”. De Santos Pérez, el “gaucho malo”, que habrá de matarlo en Barranca Yaco dice que podría haber sido como él, pero, con sus vicios, “sólo llegó a ser su asesino”. Sarmiento advierte –en los mejores momentos de su libro– que Quiroga es una parte de él, que él necesita esa parte, que esa parte lo completa. Sin ella es un argentino a medias. Luego les hablo del Poema conjetural de Borges y les cuento cómo Narciso de Laprida, que proclamó la independencia de “estas crueles provincias”, siente en su garganta el “íntimo cuchillo” del gaucho de la montonera del fraile Félix Aldao que lo ultima.

Que al sentir ese cuchillo, íntimo, siente que se une a su destino sudamericano. Que él, un hombre de cánones, de dogmas y latines, no estaba completo. Que ahora, cuando la barbarie se le une, cuando se le une en su muerte, la cifra de su vida encuentra su perfección que acaso soñó Dios desde el comienzo. Ese adjetivo, íntimo, remarcó, es quizá el más perfecto y el más imprescindible de los tantos que escribió Borges, muchas veces innecesariamente. Que estos dos grandes escritores, pertenecientes a la elite, descubrieron que el país era una totalidad. Era la civilización y era la barbarie. Hoy está lejos de ser esa totalidad. El único sistema que ha quedado en pie del catastrófico siglo XX ha sido el capitalista. Yo no adhiero al capitalismo porque es un sistema cuyo axioma esencial es la desigualdad.

Pero han fracasado los socialismos que intentaron ser su superación. Ahora tenemos al capitalismo. Pero, pese a tener en su esencia consagrada la desigualdad, no por eso es el sistema de la exclusión y del hambre. Que nunca hubo tantos seres humanos hambreados en la historia de la humanidad. Debemos luchar contra la exclusión. Porque la desigualdad se transformó en la expulsión de la dignidad de la sociedad civil de millones de seres que antes tenían trabajo.

Porque antes había un capitalismo de la producción y (desde el noventa, con el triunfo del neoliberalismo) hay un capitalismo que hace sus grandes negocios con el dinero. La clase obrera ha desaparecido. Porque no hay fábricas. Porque no hay producción. Al desaparecer la clase obrera, aquel que antes era un digno trabajador se ha visto arrastrado a la delincuencia. Me animo a llegar a fondo y les digo: “Señores, la delincuencia es, en la Argentina y en casi toda América, el nuevo y triste rostro de la antigua clase obrera”.

No podemos permitir un país así. Sarmiento soñó con un país para todos. Hasta a Quiroga lo inmortalizó de tanto quererlo, de tanto admirarlo, de tanto necesitar su grandeza histórica para hacer su gran libro. “Por último, me voy a permitir pedirles que nunca más ensucien sus armas poniéndolas al servicio de los intereses de los poderosos.

Lanusse le dijo a Videla: ‘¿Cómo vamos a educar a nuestros oficiales si ven a sus compañeros y hasta a sus superiores salir todas las noches con capuchas, como delincuentes?’ Videla no lo escuchó, lo puso bajo arresto. Pero Lanusse defendía la pureza de un Ejército que amaba y al que no quería ver enlodado en las bajas tareas de la clandestinidad. También quiero agradecerles que el año pasado, en el conflicto entre el Gobierno y el llamado ‘campo’, no hayan cedido a las presiones que habrán soportado. Sólo un tanque en la calle les faltaba a los golpistas.

Lo tenían todo. Los medios exaltados. La clase media furiosa.

Lo oligarquía rural en un inédito estado de beligerancia. No tenían, seguramente, el apoyo de Estados Unidos. Y tampoco tuvieron el de ustedes. Gracias en nombre de la democracia argentina. Que no sea posible un país igualitario no significa que las desigualdades condenen a tantos argentinos a la desesperación. Un país para todos, en el que todos trabajen dignamente, coman, se vistan, aprendan.

Un país en el que los niños estudien y no se desmayen por hambre en las aulas. Nadie sabe si es posible. Pero debemos saber que es necesario.”

Aplaudieron impecablemente. Pero, durante toda la conferencia, permanecieron impertérritos, hasta diría: inconmovibles. Se me acercó el general Bruera y me dio un abrazo. A Bernetti se lo veía muy feliz. Me dieron una pequeña medalla. Y luego Bruera me dijo: “Profesor, ahora tenemos que salir. Porque hasta que usted no salga ellos no se van a mover de sus asientos”.

Salí y aproveché para saludarlos con gentiles movimientos de cabeza que respondieron. Llegué a mi casa y puse a un costado de mi escritorio la medalla que me dieron. Jamás pensé tener algo así.

Bernetti me llamó al día siguiente y me dijo que todo había salido formidable. Es posible. A mí me habría gustado ver algún gesto en esos rostros. Sólo dos, en el costado izquierdo, asintieron un par de veces.

El resto, nada. Y ésa fue mi conferencia en el Edificio Libertador de las Fuerzas Armadas argentinas. Ojalá haya servido para algo. Creería que sí. Que acaso aún falte tiempo para que los militares puedan escuchar a un civil y aceptar que ese civil quiere tanto a la patria como ellos y está también dispuesto a defenderla. Desde otras posiciones, por supuesto.

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