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lunes, 13 de julio de 2009

El extraño caso del Capitán Burton

EL VIAJE SIN FIN

DE


RICHARD F. BURTON

Un sujeto alto y de aspecto feroz anda por el cementerio de la ciudad india de Surat -sede de la Honorable Compañía de las Indias Orientales- en busca de la tumba de Coryat, un inglés nacido en 1577, que había llegado a pie hasta Asia y tras una visita al Gran Mogol, se quedó a vivir en Surat, como sabio mendigo.

La tumba de Coryat no aparece y el oficial británico de cabeza rapada, llamado Richard Burton, se queda sin cumplir uno de los fines de su vida, localizar las tumbas de los hombres que le han fascinado, sean guerreros o lingüistas sedentarios. Pronto estará en camino de un nuevo destino, voraz con su propia leyenda, grafómano y despótico, escuchando los alaridos de los simios y el tronar de las caracolas que llaman a los fieles a la oración vespertina, de nuevo hacia otro acantonamiento y otra aventura, mientras los graznidos de los pavos reales -así lo describió- se despiden del sol hasta el día siguiente. Así conseguiría descubrir el lago Tanganika y entrar secretamente en La Meca.

Quizá por ser más aventurero que explorador, Richard Francis Burton (1821-1890) es un hombre que continuamente parece estarse reinventando: Oriente fue su mejor encarnación, como luego iba a conocer la gloria africana al pisar el suelo de Harar, la ciudad sagrada del este de África, de donde no había vuelto ningún intruso occidental.

La reedición de El Capitán Richard F. Burton, de Edward Rice, pone de nuevo en escena aquel gran experto en dramatismo, una especie de "diccionario políglota andante" que en el futuro habría de brotar de él como si Richard Francis Burton, por sí solo, fuese la fuente de la protolengua, del lenguaje primordial, aglutinante y dotado de siete casos o inflexiones, según su biógrafo. Otro estudioso de la personalidad de Burton ha dicho que lo extraño es que, aunque tuviera el coraje de un hombre de la era isabelina y una salvaje energía animal, el afán por la catalogación corresponde al estilo victoriano.

El gnosticismo le atraía, frecuentó la práctica islámica y parece ser que acabó más bien entregado a los misterios del sufismo, pero no sin dejar de suponer que la idea de un Dios resulta fuera de lugar. Había visto la piedra negra de La Meca y supuso que era un aerolito. El explorador autócrata odiaba la esclavitud; el héroe victoriano creía en los beneficios de la poligamia; tras la vía erótica del täntra, aparece el Burton sufí.

En conjunto, sus contemporáneos le odiaron bastante. Es de suponer que su gran cinismo le libró de recibir más ofensas. Pasada ya la juventud, casarse con la bella y católica Isabel Arundell fue una de sus más arriesgadas peripecias. Para entonces ya estaba muy cansado y alcohólico. Ocupaba puestos diplomáticos secundarios, como Fernando Poo y Trieste, donde muere.

Según Rice, no parece cierto que su cadáver regresara a Inglaterra en el embalaje de un piano. Al envejecer había ido adquiriendo una mirada siniestra. Su esposa organiza la quema de los diarios, papeles secretos y parte de sus versiones de Cátulo.

Luego perpetra una biografía que una sobrina pretenderá compensar con una memoria de pocas páginas pero de mayor grosor apologético. Al poco aparecerán una multitud de biógrafos, hasta culminar en la plaga de estirpe freudiana. Quedan más de cuarenta obras del propio Burton. Mi peregrinación a La Meca y Medina y Primeros pasos en el este de África -sobre la ciudad prohibida de Harar- tuvieron aquí la difusión merecida gracias a Alberto Cardín, en los años ochenta.

Lingüista, explorador, agente secreto, antropólogo avant la lettre, además de soldado y poeta, Burton arrastra una leyenda de satanismo y bestialidad sexual que no compensa del todo sus esfuerzos por traducir obras eróticas como Kamasutra, El jardín perfumado, Ananga Ranga o Las mil y una noches.

De infancia nómada.

Aprende griego y latín prontísimo, bebe alcohol de forma precoz, es un duelista adolescente, como luego aprenderá el arte de encantar serpientes, más de dos docenas de idiomas y el hipnotismo tanto como la ciencia de tener una amante persa. Maestro del disfraz, supo de cetrería y escribió desafortunados informes sobre los burdeles homosexuales de Karachi.

Hubiera sido mucho más respetado en otros siglos, aunque no lo fue siempre su gran modelo Luis de Camoens, de habitual al filo de los altibajos de la consideración pública. Burton fue hasta la vieja Goa, ya en ruinas, donde a su modo revivió la vida de Camoens, como revivirá el exilio del poeta Ovidio cuando sea cónsul en Trieste.

Como T. E. Lawrence, el caso de Richard Burton atrae a los biógrafos con método psicoanalítico, con lo que resulta que lo más importante de sus vidas consistirá en sus rarezas y no en sus proezas. Siendo tantas las rarezas del capitán Burton, no pocas de sus grandezas han quedado a menudo al margen, del mismo modo que la baja estatura de T. E. Lawrence o sus episodios de masoquismo han logrado restar horizonte a su aventura en el desierto. Por eso es importante que biógrafos como Edward Rice aporten su dosis de sentido común y con obras como RichaEl capitán Richard F. Burton sitúen en su debida proporción la opiomanía del personaje y sus aportaciones al conocimiento de la India o del Islam.

Burton entró en Medina y La Meca, exploró las fuentes de Nilo y participó en la "gran partida", cuando los espionajes ruso y británico se enzarzaban por el dominio de Asia y Oriente. Así aparece en Kim, de Kipling, como un espía de gran experiencia, capaz de transformarse disfrazado de derviche o de buhonero.

El pequeño Burton rompe un violín en la cabeza de uno de sus profesores. Véase que no era exactamente un estoico educado en Eton. Tal vez por eso sus biógrafos no se ponen de acuerdo sobre si tuvo o no sangre irlandesa. Luego mantuvo tres predilecciones: escribir, la esgrima y las mujeres. También había querido dedicarse a buscar diamantes y oro en la India. Aunque de orden menor, participó en algunos negocios turbios.

A su manera fue útil al imperio británico y a la humanidad, pero no tuvo éxito con las costumbres victorianas. En realidad importaba más el riesgo y ponerse a escribir inmediatamente después de cada aventura, en lugar de regresar a Londres a recoger las recompensas de la fama. Gracias a eso, cuando ya no queden tierras por explorar, aún tendremos -exacta y sensual- la bella prosa de Richard Francis Burton.

Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zu al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia.

En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres -la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la luna (Historia verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlin, "redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio" (The Faerie Queene, III, 2, 19)-, y añade estas curiosas palabras: "Pero los anteriores, además del defecto de no existir, son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio central...

Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie, declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor... La mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldun: En las repúblicas fundadas por nómadas, es indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería".



La Casida (The Kasidah of Haji Abdu El-Yezdi)
Richard F. BURTON
Versión castellana y prólogo de María Condor
Ilustraciones de John Kettelwell
Edición bilingüe
312 Páginas
P.V.P.: 1.800 Ptas.
ISBN: 84-7517-607-0

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